diumenge, 19 de febrer del 2012

Era estupendo quemar

Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los trofeos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia.
Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y todo quedó rodeado por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros.
Sabía que, cuando regresase al lavabo de caballeros de tribuna, se miraría pestañeando en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con corcho ahumado.
Silbando, Montag dejó que la escalera le llevara hasta el exterior, en el tranquilo aire de la medianoche. Antes de salir, sin embargo, aminoró el paso como si de la nada hubiese surgido un viento, como sí alguien hubiese pronunciado su nombre.
Las hojas otoñales se arrastraban sobre el hormigón iluminado por el claro de luna. Y hacían que la muchacha que se movía allí pareciese estar andando sin desplazarse, dejando que el impulso del viento y de las hojas la empujara hacia delante. La muchacha se detuvo y dio la impresión de que iba a retroceder, sorprendida; pero, en lugar de ello, se quedó mirando a Montag con ojos tan oscuros, brillantes y vivos, que él sintió que había dicho algo verdaderamente maravilloso. Pero sabía que su boca sólo se había movido para decir adiós, y cuando ella pareció quedar hipnotizada por la salamandra bordada en la manga de él y el disco de fénix en su pecho, volvió a hablar.
-Claro está -dijo-, usted es la nueva vecina, ¿verdad?
-Y usted debe de ser -ella apartó la mirada de los símbolos profesionales- el tribunero.
La voz de la muchacha fue apagándose.
-¡De qué modo tan extraño lo dice!
-Lo... Lo hubiese adivinado con los ojos cerrados -prosiguió ella, lentamente-.
-¿Por qué? ¿Por el olor a petróleo? Mi esposa siempre se queja -replicó él, riendo-. Nunca se consigue eliminarlo por completo.
-No, en efecto -repitió ella, atemorizada-.
Montag sintió que ella andaba en círculo a su alrededor, le examinaba de extremo a extremo, sacudiéndolo silenciosamente y vaciándole los bolsillos, aunque, en realidad, no se moviera en absoluto.
-El petróleo -dijo Montag, porque el silencio se prolongaba- es como un perfume para mí.
-¿De veras le parece eso?
-Desde luego. ¿Por qué no?
Ella tardó en pensar.
-No lo sé. -Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus hogares-. ¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Yoya Piruletas.
- Yoya. Guy Montag. Vamos, ¿Por qué anda tan sola a esas horas de la noche por ahí? ¿Cuántos años tiene?
Anduvieron en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su alrededor y se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse aquel olor en aquella época del año.
Sólo había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las preguntas que él le había formulado, buscando las mejores respuestas.
-Bueno -le dijo ella por fin-, es un poco complicado de explicar, he cambiado unas cuantas veces y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunte la edad, dice, contesta siempre: cambio mucho y estoy loca. ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.
Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:
-¿Sabe? No me causa usted ningún temor.
Él se sorprendió.
-¿Por qué habría de causárselo?
-Les ocurre a mucha gente. Temer a los tribuneros, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...
Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las líneas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que pudiesen capturarle y conservarle intacto.
En aquel momento, Yoya Piruletas dijo:
-¿No le importa que le haga preguntas? ¿Cuánto tiempo lleva tribuneando?
-Desde que tenía veinte años, ahora hace ya diez.
-¿Se apena alguna vez de los jugadores que quema?
Él se echó a reír.
-¡Está prohibido por el Conde!
-¡Oh! Claro...
-Es un buen trabajo. El lunes quema a Piqué, el miércoles a Xavi, el viernes a Villa, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial.
Siguieron caminando y la muchacha preguntó:
-¿Es verdad que, hace mucho tiempo, la tribuna del Camp Nou apagaba incendios, en vez de provocarlos?
-No. Puedes creerme. Te lo digo yo.
-¡Es extraño! Una vez oí decir que hace muchísimo tiempo los problemas se producían por accidente y hacía falta el ánimo del público para apagar las llamas.
Montag se echó a reír.
Ella le lanzó una rápida mirada.
-¿Por qué se ríe?
-No lo sé. -Volvió a reírse y se detuvo-, ¿Por qué?
-Ríe sin que yo haya dicho nada gracioso, y contesta inmediatamente. Nunca se detiene a pensar en lo que le pregunto.
Montag se detuvo.
-Eres muy extraña -dijo, mirándola-. ¿Ignoras qué es el respeto?
-No me proponía ser grosera. Lo que me ocurre es que me gusta demasiado observar a la gente.
-Bueno, ¿y esto no significa algo para ti?
Montag se tocó los números 8 y 1 bordados en su manga.
-Sí -susurró ella. Aceleró el paso-.
-Piensas demasiado -dijo Montag, incómodo.

Recorrieron en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de él, irritado e incómodo, acusando el impacto de las miradas inquisitivas de la muchacha.

Ella empezó a andar por el pasillo que conducía hacia su casa. Después, pareció recordar algo y regresó para mirar a Montag con expresión intrigada y curiosa.
-¿Es usted feliz? -preguntó-.
-¿Que si soy qué? -replicó él-.
Pero ella se había marchado, corriendo bajo el claro de luna. La puerta de la casa se cerró con suavidad.
-¡Feliz! ¡Menuda tontería!
Montag dejó de reír.

Ray Bacteri Bradbury

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