dissabte, 25 de febrer del 2012

Brave new world!


El Director y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.
Guardería de adultos. Sala de control de Condicionamiento Hipnopédico anunciaba el rótulo de la entrada.
El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia casi vacía, sin ninguna ventana ni grandes luminarias pero aún así muy brillante, porque toda la pared orientada hacia el Sur estaba repleta de monitores de parte a parte. Media docena de técnicos, con pantalones y camiseta raída de uniforme, los cabellos desaseados y las descuidadas barbas manchadas de café y de restos de bollos, se hallaban atareados disponiendo en cada monitor las imágenes que debían controlar.

Unos cincuenta metros los llevaron ante otra puerta, ésta vez sin rótulo.
– Silencio, silencio – susurró un altavoz, y los estudiantes y hasta el propio director sin darse cuenta empezaron respirar mas quedamente y a andar sobre las puntas de los pies. Sí, ellos eran periodistas en prácticas, desde luego; pero también los periodistas han sido condicionados. Silencio, silencio. El aire todo de la enorme sala vibraba con aquel imperativo categórico.

Antes de que el director abriera la puerta cautelosamente les advirtió: –Éste es un experimento secreto. Hasta ahora hemos educado a las personas a distancia, y aunque los instrumentos de control que han visto hasta ahora nos han permitido un alto grado de eficacia, la creación continua de nuevas maneras de comunicarse hace que lamentablemente no seamos capaces de optimizarlo. En cuanto empezamos a controlar una de estas nuevas maneras de socialización y comunicación, va un hacker, por ejemplo de Granollers, y se inventa otra nueva. 

Cruzando el umbral, penetraron en la penumbra de un dormitorio cerrado. Ochenta camastros se alineaban junto a la pared infinita. Se oía una respiración regular y ligera, y un murmullo continuo, como de voces muy débiles que susurraran a lo lejos.
En cuanto entraron, una enfermera se levantó y se cuadró ante el director.
– ¿Cuál es la lección de esta noche? –preguntó éste.
– Estamos acabando Deporte Elemental –contestó la enfermera– Pero de aquí a muy poco pasaremos a Conciencia de Clase Avanzada.

El director paseó lentamente a lo largo de la larga hilera de literas. Sonrosados y relajados por el sueño, ochenta hombres y mujeres que creían participar en un estudio sobre el insomnio y las portadas de La Gaceta en el tardozapaterismo yacían, respirando suavemente. Debajo de cada almohada se oía un susurro. El Director se detuvo, e inclinándose sobre una de las camas, escuchó atentamente.

Levantó la cabeza y vio que en el extremo de la sala un altavoz sobresalía de la pared. El director se acercó al mismo y pulsó un interruptor.
– ...gastarse miles de euros en puros y champagne francés. ¡Oh, que hombre tan malo! ¡Ni siquiera era cava del país! Me alegro que ya no sea presidente.
La voz aprovechó para respirar y dijo: –El nuevo presidente, en cambio, no gasta nada; al contrario, gana mucho dinero revendiendo partidos, avionetas y entradas. ¡Este es un hombre de hoy! Aprovecha las influencias para hacer negocios con sus amigos y además es muy familiar: los domingos come canalones en casa de su madre. ¡Cómo me gustaría ser su amigo! ¡Ojalá pudiera ser presidente toda la vida! 

– Mientras cambian el archivo por el de Conciencia de Clase Avanzada –dijo el director– les explicaré. Éstas técnicas en realidad no son nuevas, sabemos que desde hace decenios se vienen empleando con éxito en Corea del Norte. Lamentablemente en estos tiempos de maricomplejines, criptocomunistas y falsos remilgos políticamente correctos, ha sido imposible hasta ahora adoptar estas técnicas de persuasión. Pero silencio, que empieza la lectura:
– … todos son unos valientes –dijo una voz suave pero muy clara, empezando en mitad de una frase–  y unos grandes españoles. Este año solo han ganado algo más de 9.000 millones de Euros. ¡Cómo se sacrifica la banca por nosotros! Los líderes sindicales, en cambio, son todos unos aristócratas con Rolex que no hacen más que defender a una casta de privilegiados. ¡No, yo no quiero ser amigo de un sindicalista! ¿Como puede haber gente que les defienda si quieren impedir que los pobres parados puedan trabajar? Además los parados no trabajarán gratis, accederán a puestos de trabajo de 400 € por ocho horitas de colaboración. Aunque no coticen a la seguridad social son empleos que están muy bien. ¡Ojala mi hijo pueda encontrar uno!

Se produjo una pausa; después la voz continuó: – Los grandes empresarios en cambio son muy agradables. Trabajan mucho más duramente que nosotros, porque son terriblemente inteligentes. Trabajan tanto, que es normal que no lleguen a la empresa hasta las doce: pobres, tienen que distraerse un poco con el golf antes de ponerse a trabajar como locos. De verdad, me alegro muchísimo de ser normal, porque no trabajo tanto. Y me alegro muchísimo de no ser sindicalista rojo, que es un color asqueroso. Y es que nosotros somos mucho mejores que los sindicalistas y los funcionarios. Los funcionarios son horribles. No se les puede despedir aunque estén dieciséis semanas de maternidad después del parto. ¡Esto sí que es cara dura! Por si fuera poco los servicios donde trabajan ocupan nichos de negocio que podrían ocupar los empresarios con un gran beneficio personal. Si los pobres no pagan, los ricos no se enriquecen, todo el mundo lo sabe. ¡Con lo valientes que son los ricos! Por ejemplo, los directivos de banca son todos unos valientes y unos grandes españoles ...

El director volvió a cerrar el interruptor. La voz enmudeció. Sólo su desvaído fantasma siguió susurrando desde debajo de las ochenta almohadas.
– Todavía se lo repetirán cuarenta o cincuenta veces antes de que despierten, y lo mismo en la sesión del jueves, y otra vez el sábado. Ciento veinte veces, tres veces por semana, durante dos meses. Después de lo cual pueden pasar a una lección más adelantada. La mayor fuerza socializadora y moralizadora de todos los tiempos.
Los estudiantes lo anotaron en sus pequeños blocs. Directamente de labios de la ciencia personificada.

El director volvió a accionar el interruptor.
–...terriblemente inteligentes –estaba diciendo la voz suave, insinuante e incansable.
– Hasta que, al fin, la mente del adulto se transforma en esas sugestiones a lo largo de toda su vida. La mente que juzga, que desea, que decide... formada por estas sugestiones. ¡Y estas sugestiones son nuestras sugestiones! –casi gritó el director, exaltado. Descargó un puñetazo encima de una mesa. –De ahí se sigue que...
Un rumor lo indujo a volverse.
 – ¡Oh, por el amor de Murdoch! –exclamó, en otro tono.–  He despertado a los sujetos.

diumenge, 19 de febrer del 2012

Era estupendo quemar

Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los trofeos ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la Historia.
Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y todo quedó rodeado por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos, amarillos y negros.
Sabía que, cuando regresase al lavabo de caballeros de tribuna, se miraría pestañeando en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con corcho ahumado.
Silbando, Montag dejó que la escalera le llevara hasta el exterior, en el tranquilo aire de la medianoche. Antes de salir, sin embargo, aminoró el paso como si de la nada hubiese surgido un viento, como sí alguien hubiese pronunciado su nombre.
Las hojas otoñales se arrastraban sobre el hormigón iluminado por el claro de luna. Y hacían que la muchacha que se movía allí pareciese estar andando sin desplazarse, dejando que el impulso del viento y de las hojas la empujara hacia delante. La muchacha se detuvo y dio la impresión de que iba a retroceder, sorprendida; pero, en lugar de ello, se quedó mirando a Montag con ojos tan oscuros, brillantes y vivos, que él sintió que había dicho algo verdaderamente maravilloso. Pero sabía que su boca sólo se había movido para decir adiós, y cuando ella pareció quedar hipnotizada por la salamandra bordada en la manga de él y el disco de fénix en su pecho, volvió a hablar.
-Claro está -dijo-, usted es la nueva vecina, ¿verdad?
-Y usted debe de ser -ella apartó la mirada de los símbolos profesionales- el tribunero.
La voz de la muchacha fue apagándose.
-¡De qué modo tan extraño lo dice!
-Lo... Lo hubiese adivinado con los ojos cerrados -prosiguió ella, lentamente-.
-¿Por qué? ¿Por el olor a petróleo? Mi esposa siempre se queja -replicó él, riendo-. Nunca se consigue eliminarlo por completo.
-No, en efecto -repitió ella, atemorizada-.
Montag sintió que ella andaba en círculo a su alrededor, le examinaba de extremo a extremo, sacudiéndolo silenciosamente y vaciándole los bolsillos, aunque, en realidad, no se moviera en absoluto.
-El petróleo -dijo Montag, porque el silencio se prolongaba- es como un perfume para mí.
-¿De veras le parece eso?
-Desde luego. ¿Por qué no?
Ella tardó en pensar.
-No lo sé. -Volvió el rostro hacia la acera que conducía hacia sus hogares-. ¿Le importa que regrese con usted? Me llamo Yoya Piruletas.
- Yoya. Guy Montag. Vamos, ¿Por qué anda tan sola a esas horas de la noche por ahí? ¿Cuántos años tiene?
Anduvieron en la noche llena de viento, por la plateada acera. Se percibía un debilísimo aroma a albaricoques y frambuesas; Montag miró a su alrededor y se dio cuenta de que era imposible que pudiera percibirse aquel olor en aquella época del año.
Sólo había la muchacha andando a su lado, con su rostro que brillaba como la nieve al claro de luna, y Montag comprendió que estaba meditando las preguntas que él le había formulado, buscando las mejores respuestas.
-Bueno -le dijo ella por fin-, es un poco complicado de explicar, he cambiado unas cuantas veces y estoy loca. Mi tío dice que ambas cosas van siempre juntas. Cuando la gente te pregunte la edad, dice, contesta siempre: cambio mucho y estoy loca. ¿Verdad que es muy agradable pasear a esta hora de la noche? Me gusta ver y oler las cosas, y, a veces, permanecer levantada toda la noche, andando, y ver la salida del sol.
Volvieron a avanzar en silencio y, finalmente, ella dijo, con tono pensativo:
-¿Sabe? No me causa usted ningún temor.
Él se sorprendió.
-¿Por qué habría de causárselo?
-Les ocurre a mucha gente. Temer a los tribuneros, quiero decir. Pero, al fin y al cabo, usted no es más que un hombre...
Montag se vio en los ojos de ella, suspendido en dos brillantes gotas de agua, oscuro y diminuto, pero con mucho detalle; las líneas alrededor de su boca, todo en su sitio, como si los ojos de la muchacha fuesen dos milagrosos pedacitos de ámbar violeta que pudiesen capturarle y conservarle intacto.
En aquel momento, Yoya Piruletas dijo:
-¿No le importa que le haga preguntas? ¿Cuánto tiempo lleva tribuneando?
-Desde que tenía veinte años, ahora hace ya diez.
-¿Se apena alguna vez de los jugadores que quema?
Él se echó a reír.
-¡Está prohibido por el Conde!
-¡Oh! Claro...
-Es un buen trabajo. El lunes quema a Piqué, el miércoles a Xavi, el viernes a Villa, conviértelos en ceniza y, luego, quema las cenizas. Este es nuestro lema oficial.
Siguieron caminando y la muchacha preguntó:
-¿Es verdad que, hace mucho tiempo, la tribuna del Camp Nou apagaba incendios, en vez de provocarlos?
-No. Puedes creerme. Te lo digo yo.
-¡Es extraño! Una vez oí decir que hace muchísimo tiempo los problemas se producían por accidente y hacía falta el ánimo del público para apagar las llamas.
Montag se echó a reír.
Ella le lanzó una rápida mirada.
-¿Por qué se ríe?
-No lo sé. -Volvió a reírse y se detuvo-, ¿Por qué?
-Ríe sin que yo haya dicho nada gracioso, y contesta inmediatamente. Nunca se detiene a pensar en lo que le pregunto.
Montag se detuvo.
-Eres muy extraña -dijo, mirándola-. ¿Ignoras qué es el respeto?
-No me proponía ser grosera. Lo que me ocurre es que me gusta demasiado observar a la gente.
-Bueno, ¿y esto no significa algo para ti?
Montag se tocó los números 8 y 1 bordados en su manga.
-Sí -susurró ella. Aceleró el paso-.
-Piensas demasiado -dijo Montag, incómodo.

Recorrieron en silencio el resto del camino. El de ella, pensativo, el de él, irritado e incómodo, acusando el impacto de las miradas inquisitivas de la muchacha.

Ella empezó a andar por el pasillo que conducía hacia su casa. Después, pareció recordar algo y regresó para mirar a Montag con expresión intrigada y curiosa.
-¿Es usted feliz? -preguntó-.
-¿Que si soy qué? -replicó él-.
Pero ella se había marchado, corriendo bajo el claro de luna. La puerta de la casa se cerró con suavidad.
-¡Feliz! ¡Menuda tontería!
Montag dejó de reír.

Ray Bacteri Bradbury
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